miércoles, 17 de julio de 2013

Delito y castigo - Errico Malatesta

El siguiente texto fue elaborado a partir de diferentes artículos de Errico Malatesta, publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo III del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios, compilado a cargo de Vernon Richards. Para más información del libro, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí

Todo propagandista anarquista está habituado a que le repitan como objeción suprema: ¿quién frenará a los delincuentes [en la sociedad anarquista]? La preocupación es, a mi parecer, excesiva, porque la delincuencia es un fenómeno de importancia casi despreciable frente a la vastedad de los hechos sociales constantes y generales, y se puede creer en su desaparición automática como consecuencia del aumento del bienestar y de la instrucción, aparte de los progresos de la pedagogía y de la medicina. Pero por optimistas que sean las previsiones, por rosadas que se muestren las esperanzas, subsiste siempre el hecho de que la delincuencia impide hoy las pacíficas relaciones sociales, y no desaparecerá por cierto de un día para otro luego de una revolución; por más radical y profunda que ésta sea, y podría ser causa de perturbaciones y de disolución para una sociedad de hombres libres, tal como un insignificante granito de arena puede detener el funcionamiento de una máquina perfectísima.

Es por lo tanto útil, e incluso necesario, que los anarquistas se preocupen del problema y le asignen una importancia quizá mayor de la que habitualmente le atribuyen, sea para poder rebatir mejor una objeción común o para no exponerse a sorpresas desagradables y a incoherencias peligrosas. Naturalmente, los delitos a que nos referimos son los actos antisociales, es decir, los que ofenden el sentimiento de piedad humana y lesionan el derecho de los demás a una igual libertad, y no ya los muchos hechos que el código penal castiga sólo porque ofenden los privilegios de las clases dominantes.

Para nosotros delito es toda acción que tienda a aumentar voluntariamente el dolor humano, es la violación del derecho de todos a una igual libertad y al goce del máximo posible de bienes morales y materiales. Sepamos que aun definiendo así el delito y para quien acepte esa definición, sigue siendo siempre difícil determinar en concreto qué hechos son delictuosos y cuáles no lo son, porque son variadas las opiniones de los hombres respecto de lo que es causa de dolor o de goce, de lo que está bien o está mal, salvo que se trate de los delitos bestiales que ofenden los sentimientos del alma humana y son por ello objeto de condena universal.

Creo que nadie, por lo menos teóricamente, está dispuesto a negar que la libertad, entendida en el sentido de reciprocidad, es la condición esencial de toda vida civilizada, de toda “humanidad”; pero sólo el anarquismo representa su realización lógica y completa. Admitido esto, es delincuente –no contra la naturaleza, no a causa de una ley metafísica, sino contra sus contemporáneos y a causa de los intereses y de la sensibilidad ofendida de los demás– todo el que viole la igual libertad de los otros. Y mientras exista alguno que lo haga, será necesario defenderse. Esta necesaria defensa contra los que violan no “el orden social”, sino los sentimientos más fundamentales que hacen que el hombre sea hombre y no una horrible bestia, es uno de los pretextos con los cuales los gobiernos justifican su existencia. Es necesario eliminar todas las causas sociales del delito, hay que educar a los hombres en los sentimientos de fraternidad y de respeto recíproco, hay que buscar, como decía Fourier, “los sustitutos útiles del delito; pero si subsisten delincuentes, y mientras los haya, la gente encontrará el modo y la energía para defenderse directamente contra ellos o reaparecerá la policía, los tribunales y, por ende, el gobierno”.

La manera de resolver un problema no consiste en negarlo

Se puede temer, y con justa razón, que esta necesaria defensa contra la delincuencia pueda ser el origen y el pretexto de un nuevo sistema de opresión y de privilegio. Es misión de los anarquistas vigilar para que ello no suceda. Tratando de descubrir las causas de cada delito y esforzándose en eliminarlas, impidiendo que la gente obtenga ventajas personales de la represión del delito, dejando que provean a su defensa los mismos grupos directamente interesados, habituándose a considerar a los delincuentes como hermanos desviados, como enfermos que hay que curar con afecto, como se haría con un hidrófobo cualquiera o un loco peligroso, se podrá conciliar la total libertad de todos con la defensa contra aquellos que ofenden a esta libertad de un modo evidente y realmente peligroso.

Esto es posible, se entiende, cuando la delincuencia se reduzca a casos esporádicos, individuales, verdaderamente patológicos. Por otra parte, si los delincuentes fueran demasiado numerosos y tuvieran gran poder, si fueran por ejemplo los que son hoy [1922] la burguesía y el fascismo, entonces ya no se trata de discutir lo que haremos en una sociedad anarquista.

Al progresar la civilización, al crecer las relaciones sociales, al aumentar la conciencia de la solidaridad natural que une a los hombres, al elevarse la inteligencia y refinarse la sensibilidad, se acrecentarán por cierto los deberes sociales y muchas acciones que se consideraban como referentes al derecho estrictamente individual e independientes de todo control colectivo adquirirán, y ya están adquiriendo hoy, carácter de cosas que interesan a todos y deben ser reglamentadas conforme al interés general.

Por ejemplo, ya hoy no se considera lícito que un padre deje en la ignorancia a sus hijos y los críe de una manera nociva para su desarrollo y su bienestar futuro. No es lícito que un hombre permanezca en la inmundicia y descuide las reglas de higiene que pueden tener influencia sobre la salud de los demás, no es lícito tener una enfermedad infecciosa y no curarse, padecer de una enfermedad repugnante y exhibirla públicamente. Mañana se considerará obligatorio realizar esfuerzos para asegurar el bien de todos, como se considerará culpable procrear si existen razones para creer que la prole será enferma o desdichada.

Pero este sentimiento de nuestros deberes hacia los demás y de los que los otros tienen hacia nosotros debe, según nuestra concepción social, desarrollarse libremente, sin otra sanción exterior que la estima o la desaprobación de los conciudadanos. El respeto, el deseo del bien de los demás debe entrar en las costumbres y aparecer no ya como un deber sino como una satisfacción normal de los instintos sociales.

Hay quien sueña con moralizar a la gente por la fuerza, quien querría establecer un artículo en el código penal para todo posible acto de la vida, quien pondría con gusto un gendarme junto a cada tálamo y a cada mesa. Pero éstos, si no tienen medios coercitivos para imponer sus propias ideas, llegan sólo a poner en ridículo las cosas mejores, y si tienen el poder de mandar, entonces hacen que el bien resulte odioso y provocan la reacción. Los socialistas tienen esta tendencia de querer reglamentarlo todo, pero nosotros creemos que ellos no lograrían sino hacer lamentar en muchos aspectos la desaparición del régimen burgués.

Para nosotros el cumplimiento de los deberes sociales debe ser voluntario, y sólo hay derecho de intervenir con la fuerza material contra los que violentamente ofendan a los demás e impidan la pacífica convivencia social. La fuerza, la coacción física no se debe emplear sino contra el ataque material violento y por pura necesidad de defensa. Pero ¿quién juzgará, quién proveerá a la necesaria defensa, quién establecerá los medios de represión? Nosotros no vemos otro camino que dejar hacer a los interesados, dejar hacer al pueblo, es decir, a la masa de los ciudadanos, la cual actuará diversamente según las circunstancias y según su variado grado de civilización.

Es necesario evitar, sobre todo, la constitución de cuerpos especializados en la acción policial: se perderá quizás algo de eficiencia represiva, pero se evitará crear el instrumento de toda tiranía. No creemos en la infalibilidad, ni siquiera en la constante bondad de las masas: todo lo contrario. Pero creemos aún menos en la infalibilidad y en la bondad de la gente que aferra el poder, legisla y consolida y perpetúa las ideas y los intereses que prevalecen en un momento dado. Es mejor en todos los casos la injusticia, la violencia transitoria del pueblo que la capa de plomo, la violencia legalizada del Estado judicial y policial. Por lo demás, sólo somos una de las fuerzas que actúan en la sociedad y la historia caminará, como siempre, según la resultante de las fuerzas.

Hay que contar, por lo tanto, con un residuo de delincuencia que, según esperamos, será eliminado más o menos rápidamente, pero que obligará entretanto a la masa de los trabajadores a una acción de defensa. Descartada toda idea de castigo y de venganza, que es la idea que predomina aún en el derecho penal, e inspirándonos sólo en la necesidad de defensa y en el deseo de corregir y ayudar, debemos buscar los medios para llegar al fin sin caer en los peligros del autoritarismo ni ponernos en contradicción con el sistema de libertad y de voluntarismo sobre el cual queremos fundar la nueva sociedad

Para los autoritarios, para los hombres de Estado, la cuestión es simple: un cuerpo legislativo para catalogar los delitos y prescribir las penas, una policía para buscar a los delincuentes, un tribunal para juzgarlos, un cuerpo de carceleros para hacerlos sufrir.

Y, como es natural, el cuerpo legislativo trata con las leyes penales de defender sobre todo los intereses constituidos que él representa y garantizar al Estado contra las tentativas de los “subversivos”; la policía, como vive de la represión del delito, tiene interés en que haya delito, se vuelve provocadora y desarrolla en sus hombres instintos bestiales y perversos; la justicia vive y prospera también gracias al delito y a los delincuentes, sirve a los intereses del gobierno y de las clases dominantes y sus funcionarios adquieren, en el ejercicio de su oficio, una mentalidad especial que hace de ellos una máquina para condenar al mayor número de gente posible a las penas más graves posibles; los carceleros son o se vuelven insensibles a los sufrimientos de los detenidos y, en la mejor de las hipótesis, observan el reglamento, pasivamente, sin un atisbo de simpatía humana. Los resultados se ven en la estadística de la delincuencia.

Se cambian las leyes penales, se reforma la policía y la magistratura, se modifican los sistemas carcelarios... y la delincuencia continúa y resiste a todas las tentativas de destruirla o atenuarla. Y esto es cierto para el pasado y el presente, y creemos que lo será también en el porvenir, si no se cambia radicalmente el concepto que se tiene del delito y no se suprimen todos los organismos que viven de la búsqueda y la represión de la delincuencia

En Francia existen severas leyes contra los que usan y comercian cocaína. Y, como de costumbre, el flagelo se extiende y se intensifica pese a las leyes, y quizás a causa de ellas. Así ocurre también en el resto de Europa y en los Estados Unidos. El doctor Courtois Suffit, de la Academia de Medicina francesa, que ya el año pasado [1921] había proferido gritos de alarma contra el peligro de la cocaína, comprobado el fracaso de la legislación penal pide... nuevas y más severas leyes.

Es el viejo error de los legisladores, pese a que la experiencia ha mostrado invariablemente que nunca la ley, por bárbara que sea, logró suprimir un vicio o desalentar el delito. Cuanto más severas sean las penas infligidas a los consumidores y traficantes de cocaína tanto más aumentará en aquéllos la atracción del fruto prohibido y la fascinación del peligro enfrentado, y en éstos la avidez de la ganancia, que ya es enorme y crecerá aún más al crecer la ley. Es inútil, por lo tanto, confiar en la ley. Nosotros proponemos otro remedio. Declarar libre el uso y tráfico de la cocaína y abrir locales en los que se la venda a precio de costo, o incluso por debajo del precio. Y después hacer una gran propaganda para explicar al público y lograr que perciba vivamente los daños de la cocaína; nadie haría propaganda en contrario porque nadie podría ganar con el mal de los cocainómanos. Por cierto que con esto no desaparecería por completo el uso dañino de la cocaína, porque persistirían las causas sociales que crean a los desgraciados y los impulsan al uso de los estupefacientes. Pero de todos modos el mal disminuiría, porque nadie podría ganar con la venta de la droga y nadie podría especular con la caza de especuladores. Y por esto nuestra propuesta no se tomará en consideración o se la considerará coma quimérica e insensata.

Sin embargo, la gente inteligente y desinteresada podría decirse: puesto que las leyes penales se han mostrado impotentes, ¿no sería bueno, por lo menos a título de experimento, probar el método anarquista?

No repetiremos los argumentos clásicos contra la pena de muerte. Nos parecen mentiras, cuando los oímos sostener por quienes son partidarios de la cadena perpetua y de otros sustitutos inhumanos de la pena de muerte. Tampoco hablaremos de la “santidad de la vida humana” que todos afirman, y todos violan si llega el caso, sea infligiendo directamente la muerte, sea tratando a los demás de modo de atormentar y abreviar su vida.

Subsisten hombres –pocos por fortuna, pero existen– que nacieron o se volvieron monstruos morales, sanguinarios y sádicos, cuya muerte no podríamos lamentar. Cuando estos desgraciados constituyeran un peligro continuo para todos y no hubiese otro modo de defenderse que matarlos, se podría incluso admitir la pena de muerte. Pero lo malo es que para aplicar la pena de muerte hace falta el verdugo. Ahora bien, el verdugo es o se vuelve un monstruo; y, monstruo por monstruo, es mejor dejar vivir a aquellos que ya existen, antes que crear otros. Y esto se entiende para los verdaderos delincuentes, seres antisociales que no despiertan ninguna simpatía y no provocan ninguna conmiseración, pues si se trata de la pena de muerte como medio de lucha política, entonces... entonces la historia nos dice cuáles pueden ser las consecuencias.

Errico Malatesta 

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