viernes, 13 de diciembre de 2013

Clase Media, Partitocracia y Fascismo - Miguel Amorós

El tema de la partitocracia no ha sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica “antifascista” del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad específica en tanto que sistema autoritario con apariencias liberales donde los partidos, y mucho más sus cúpulas, se abrogan la representación de la voluntad popular a fin de legitimar su acción y sus excesos en defensa de sus intereses particulares. No debe de extrañar el hecho, pues al igual que sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y fascistas, la clase política conformada por la partitocracia existe en la medida que oculta su existencia como clase. Como apunta Debord, “la mentira ideológica de su origen jamás puede revelarse.” Su existencia como clase depende del monopolio de la ideología, leninista o fascista en un caso, democrática en el otro. Si la clase burocrática del capitalismo de Estado disimulaba su función de clase explotadora presentándose como “partido del proletariado” o “partido de la nación y la raza”, la clase partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como “representante de millones de electores”, y por lo tanto, si la dictadura burocrática era el “socialismo real”, la suplantación partitocrática de la soberanía popular es la “democracia real”. La primera ha tratado de apuntalarse con la abundancia de espectáculos rituales y sacrificios; la segunda lo ha hecho con la abundancia de viviendas y de crédito para poseerlas. Sendas abundancias han fracasado.

Para comprender el fenómeno de la partitocracia hay que remontarse a sus orígenes históricos, cuando el caciquismo deja de ser operativo debido a la pérdida de poder de las oligarquías locales en favor del Estado. En un momento determinado de desarrollo capitalista, aquél en el que la burocratización juega un rol central en la historia, la administración partidista sustituye al paternalismo de los terratenientes y de la alta burguesía. El susodicho fenómeno hay que enmarcarlo entre la degeneración extrema del parlamentarismo, la concentración del capital, la degradación de las organizaciones obreras, la expansión del Estado y la profesionalización total de la política, hechos intensificados en la posguerra mundial. Podíamos también aludir a los vaivenes imperialistas, a la guerra fría, al “eurocomunismo”, a los procesos de modernización tecnológica y a la crisis energética, como otros tantos condicionantes de la fusión de la política, el Estado y el capitalismo nacional. Pero la patrimonialización del Estado por una clase política no alcanza su cenit y, por lo tanto, no desempeña un papel crucial, más que cuando proclama como objetivo único el crecimiento de la economía autónoma, es decir, el abandono del nacionalismo económico en pro del desarrollo mundial del Mercado. Entonces la clase política, apoyada en una extensa clientela creada con fondos y empleos públicos, se convierte en parte de la clase dominante. En una nueva burguesía, si se quiere. No es una clase subalterna, ni es toda clase dirigente (salvo en China); tampoco se trata de una clase nacional. Precisamente, cuando se internacionaliza deviene un elemento fundamental en las relaciones de producción impuestas por la globalización financiera. La partitocracia suprime la contradicción entre intereses nacionales e intereses globales al recrear en todas partes las mismas condiciones políticas óptimas para la expansión de la economía; por un lado, forjando al mismo tiempo una extensa red clientelar; por el otro, desactivando las protestas que emanan de la sociedad civil y aportando la violencia institucional allí donde falla la violencia económica. La economía no funciona sin el orden, y la partitocracia es, si no exactamente el orden, es un desorden que funciona en beneficio de la economía. Es el desorden establecido.


Bien que en un caso estamos ante un sistema abierto y competitivo que utiliza procedimientos electorales y, en el otro, ante un sistema cerrado y rígidamente jerarquizado donde los nombramientos no necesitan legitimación pública, en los últimos tiempos no es raro la comparación, incluso la asimilación, de la partitocracia con el fascismo. Ambas son formas autoritarias de gobierno que surgen tras los retrocesos y derrotas del proletariado, en el subsiguiente proceso de masificación y desclasamiento que dará lugar a una nueva clase media conformista y aquiescente. Las dos nacionalizan bancos en ruina y tienen un momento “plebeyo” inicial que estipula el “derecho al trabajo” y al “bienestar”, bien apuntalando determinados sindicatos o bien creándolos ad hoc para usarlos como interlocutores, momento que finaliza tan pronto como la clase obrera es domesticada y disuelta. La conversión del proletariado en una infantería pasiva de los sindicatos institucionales, sin ninguna conciencia de clase ni deseo de transformación social, es fundamental para la puesta en marcha de contrarreformas laborales; después se pedirán esfuerzos depauperadores a las clases medias. Fascismo y partitocracia basan su éxito en someter los antagonismos sociales al mito del Estado, pero donde hay Estado, la libertad está supeditada a la Razón de Estado, o sea que no existe. Por eso la clase política ha de consolidar y conservar su status suprimiendo los fundamentos liberales que la habían hecho posible. Se empeña en que la sociedad civil proletarizada no se constituya al margen del sistema y le dispute espacios, pero bajo el fascismo, en tanto que defensa extremista de la economía, se recurre a la brutalización de la vida pública, mientras que bajo el sistema parlamentario de partidos, en tanto que defensa modernizante, se emplea de preferencia la seducción consumista y la corrupción. Las dos maneras son respuestas costosas a la crisis capitalista puesto que necesitan mantener una creciente población improductiva que lleve a cabo una renovación, una movilización y un trasvase de recursos fuera del alcance del Mercado. Pero el fascismo es una respuesta arcaica y dura, y la partitocracia, una respuesta más envolvente y racionalizada. Son maneras de organización política del gran capital, diferentes de los regímenes antiguamente llamados “bonapartistas” -haciendo referencia a la dictadura populista implantada en Francia tras una victoria electoral por Luis Napoleón, como el del mariscal Pétain, también en Francia, el del general Perón en Argentina o el chavismo. Partitocracia y fascismo poseen una base social concreta, la pequeña burguesía, los empleados y el proletariado desclasado en el segundo, y la clase media asalariada y los obreros sindicalmente amaestrados en el primero.


La psicosis colectiva generada por la ausencia de ideales de clase, la desmoralización y el miedo a la crisis, hacen que dicha base crea en milagros, y se disponga a someterse, no sin patalear, a toda clase de medidas restrictivas. El desastre de la globalización hace que la dominación reclame una economía de guerra. Y aquí comienzan las diferencias: el fascismo se produce en un marco nacional, de ahí sus planes autárquicos, las empresas mixtas, los trabajos públicos como solución del paro y su nacionalismo expansionista. La partitocracia se desarrolla en un contexto neoliberal, por lo que su planificación nacional obedece las directrices económicas del capital internacional y su política exterior se supedita a la estrategia diplomático militar del gran Estado gendarme del capitalismo, los Estados Unidos de América. De ahí sus planes de infraestructuras, los consorcios mixtos de las metrópolis-empresa y el uso del “bienestar” como distribución discriminatoria de favores clientelares. Al contrario de lo que sucede con el fascismo, en la partitocracia la utilización del aparato burocrático con fines privados está descentralizada; ocurre en cualquier nivel de la administración y no solamente en las altas esferas ministeriales. La partitocracia no necesita estatizar ningún medio de producción, aunque sí puede darse el caso de intervenir en los medios financieros, pero siempre más en pro de los fondos de inversión internacionales que para salvar la empresa o la propiedad privada autóctona. Se mueve siempre en la esfera de intereses que superan a los estatales y locales, aunque no los anulen puesto que son los de su parroquia. Cierto es que se sirve del miedo como instrumento de gobierno, pero no para imponer una política de terror, sino una política de resignación. Para la partitocracia, los terroristas son los otros, sus enemigos violentos o tranquilos que intentan reconstruir la sociedad civil desde la disidencia, y se emplea a fondo con ellos, aunque en condiciones normales prefiera disolver los antagonismos de clase en lugar de criminalizarlos y aplastarlos, escogiendo la compra de líderes por cooptación al uso de la fuerza, y la tecnovigilancia al internamiento político. El fascismo no admite la excepción, mientras que la partitocracia tolera minorías hostiles con tal de que no se vuelvan problemáticas. La comunidad ilusoria definida por el fascismo de la que hay que formar parte por la fuerza es la de la raza o la nación que necesita un espacio vital, mientras que la comunidad partitocrática es la ciudadanía votante que completa sus necesidades espaciales con el turismo. Carece del gran problema de las dictaduras terroristas de partido único, que es la guerra contra las naciones vecinas. En virtud de los tratados internacionales que establecen la circulación libre de capitales, la expansión de la economía nacional no choca con aranceles ni barreras aduaneras, pudiéndose extender y hasta deslocalizar por el mundo sin necesidad de operaciones bélicas, salvo las exigidas por el control de las fuentes de energía. En consecuencia, las políticas “de defensa” de los sistemas partitocráticos no agotan las reservas nacionales en la fabricación de armamentos, ni condenan al hambre a la población sometida (como pasaba por ejemplo en la URSS y pasa hoy en Corea del Norte.) Tampoco la torturan con discursos y constantes manifestaciones de adhesión: la publicidad de la mercancía es más eficaz a la hora de la movilización que la ideología. Por eso los fascismos y totalitarismos han resultado fallidos casi siempre y se han desmoronado víctimas de sus insuperables contradicciones. Con frecuencia has sido sustituidos por regímenes partitocráticos más o menos imperfectos, es decir, más o menos mafiosos, según la presencia débil o fuerte de mecanismos reguladores, e inversamente, según la presencia fuerte o débil del personal del régimen anterior. Alemania, Suecia o el Reino Unido podrían ser ejemplos de partitocracias autorreguladas, y España, Italia o Rusia, de partitocracias corruptas. Tal reconversión se ha aprovechado de la derrota definitiva del proletariado revolucionario, nunca compensada con nuevos avances que reanimaran la discusión y el debate social e hicieran posible el retorno de un movimiento obrero radical e independiente.


Podemos aceptar que la partitocracia no es fascismo, aunque se asemeje a él en algunos aspectos -sobre todo en la forma bipartidista- pero es más cierto que tampoco es democracia, ni siquiera “democracia enferma”: en ella no existe separación de poderes, ni debate público, ni control, ni mecanismos formadores de la opinión. Es un tipo moderno de oligarquía desarrollista que funciona bien sin crisis. Las partitocracias se ven cuestionadas por su base social debido a que su supeditación al sistema financiero la perjudica, pero no hasta el punto de apelar a procedimientos revolucionarios, ya que su iniciativa no va más allá de la reforma electoral, del control de la Banca y de la demanda de inversiones. Las clases medias descontentas no rechazan el sistema partitocrático, simplemente exigen unos partidos más acordes con sus intereses y un Estado más keynesiano que solucione el problema del paro y del crédito; por consiguiente, sus armas siguen siendo la recogida de firmas, las movilizaciones por delegación, pacíficas y espaciadas, los votos y los recursos ante los tribunales. Así pues, las clases medias (entre las que cabría el proletariado inconsciente, disperso y desmoralizado) no persiguen un enfrentamiento con las instituciones partitocráticas, sino una mayor apertura de las mismas a un frente de terceros partidos y asociaciones. Una bautizada “democracia participativa.” Quieren estar correctamente representadas en el régimen, por lo que mojarán la pólvora para que no explote. No obstante, cuando las instituciones dejan de funcionar por un exceso de endeudamiento, fruto de la corrupción o de una simple mala gestión prolongada, se produce esa circunstancial desafeccción que, al aislar a la clase política –la cual, no lo olvidemos, incluye a la burocracia obrera- obliga la partitocracia a endurecerse aproximándola al fascismo, y más con el temor que inspira una verdadera oposición “antisistema”. Pero su instinto de supervivencia hace que no apacigüe el descontento limitándose a la legislación punitiva y las fuerzas antidisturbios, y haga leña de cualquier madera: los partidos y sindicatos alternativos, las coaliciones electorales y las plataformas cívicas, los movimientos sociales y vecinales. Así, uno se duerme en una asamblea de “indignados” y se despierta votando a Izquierda Unida o a Los Verdes. Y mientras tanto, la clase política, el verdadero Partido del Estado, salva su modus vivendi, o como ella lo llama, la “gobernabilidad”, gracias a una complicación pasajera del mapa político y unas puertas entreabiertas a la participación “transversal”.


La partitocracia se consolidó por el apoyo de las clases medias, que gustan de autodenominarse “ciudadanía”, pero no se corresponde con el gobierno de dichas clases; es, por el contrario, el gobierno absoluto del capital globalizado. Al estar demasiado fragmentadas, las clases medias son incapaces de una política independiente y, tanto en épocas de bonanza como en épocas de crisis, se acomodan con las políticas desarrollistas que marcan los dirigentes de la alta burguesía ejecutiva. Pero algo han de decir cuando sus intereses son echados por la borda. La protesta ciudadana, de la que el izquierdismo vanguardista no es más que una versión arcaizante, es su manera de manifestar el desencanto con los “políticos” y los parlamentos. Que no espere nadie ver transformarse las reivindicaciones “democráticas” consabidas en reivindicaciones socialistas. Que tampoco nadie espere encontrar en las propuestas ecologistas una defensa del territorio. No se piden más que reformas; sin embargo, la partitocracia no puede reformarse, sólo cabe derribarla, y eso es precisamente a lo que las clases medias no se atreven. No está en su naturaleza. Si se concentraran fuerzas históricas suficientes para destruirla, es decir, si se profundizara la crisis social hasta la ruptura, una parte de la clase media las seguiría, mientras que la otra abrazaría la dictadura o el fascismo y, entonces, el comunismo o socialismo revolucionario se jugaría a doble o nada. Por desgracia, como lo demuestra la ausencia de mecanismos populares de autoorganización, esas fuerzas no existen.


Cualquier análisis serio de la partitocracia debe tener en cuenta las relaciones entre la clase dominante, incluida la clase política, las clases medias y los movimientos contrarios al sistema. La clase dirigente debe asegurar la conexión con las clases medias mediante el Partido del Estado, neutralizando cualquier oposición resuelta que se forme directamente desde la contestación social. Si ello no sucediera y las protestas se convirtieran en revueltas, la clase dominante abandonaría los métodos pacíficos y conservadores en pro de tácticas propias de la guerra civil, acallándose los lamentos ciudadanistas y transformándose la clase política en partido unificado del orden. Cuando la clase dominante entra en conflicto con la democracia parlamentaria formal tratará de salir mediante leyes de excepción y estados de sitio encubiertos, como ha venido haciendo hasta ahora. Esa es la verdadera función de la clase política y la burocracia obrerista en momentos de crisis aguda. La clase política o Partido del Estado está para hacer innecesario el siempre arriesgado recurso al golpe militar o al fascismo, pues ella ha de bastarse y sobrarse para hacer de gendarme del capital mundial manteniendo las mínimas apariencias de legitimidad parlamentaria. Conviene repetir que las clases medias no constituyen exactamente una clase, sino un agregado variopinto de fragmentos sociales, maleable y versátil, por lo que están condenadas a seguir siendo hasta el fin una herramienta del capitalismo. No pueden escapar a las alianzas de emergencia con la clase dominante, puesto que necesitan una “dirección” y no hay otra clase capaz de dársela. Por otra parte, las clases medias temen más a la anarquía popular, a la violencia de masas, al anticapitalismo o al desmantelamiento del Estado, que a los impuestos, a los recortes o a las privatizaciones. Están irritadas con los políticos, con el parlamento y con el gobierno, pero todavía creen en los jueces, en la prensa, en los funcionarios y las ONGs, en la sanidad y la enseñanza públicas, en la ciencia y el progreso. Están sentadas sobre dos sillas inestables, pero ante una alternativa demasiado pronunciada se aferrarán a los tópicos ciudadanistas del orden antes que aventurarse por los inciertos caminos de la revolución social. No será así en todos los casos, pero sí en la mayoría. Al menos en un principio, cuando la clase dominante y el sistema partitocrático tengan las de ganar. Su papel histórico es subalterno, nunca determinante. El sujeto subversivo no surgirá de ellas, ni encontrará en ellas sus ilusiones y su ser. Hemos apuntado la posibilidad de que de la plena descomposición del capitalismo pueda emerger una clase “peligrosa” dispuesta a cambiar la sociedad de arriba abajo y a eliminar el régimen político imperante. Esta clase negativa habrá de rechazar la ideología ciudadanista tanto como la política profesional mistificadora que hacen los partidos, pues su condición de existencia impone una estrategia disolvente y un proceder independiente e igualitario. Si eso llega a suceder, la cuestión de la clase media se resolverá por sí sola.


Es muy difícil pensar estratégicamente después de una serie de derrotas decisivas. Los nuevos rebeldes persisten en ignorar la derrota de sus predecesores, pues cuanto mayor ha sido la destrucción del medio obrero y el progreso de la domesticación, mayor es la desorientación y la impotencia en vislumbrar una nueva perspectiva. La historia social registra un gran número de derrotas suplementarias como resultado de una mala evaluación de la derrota principal, en este caso la del proletariado en los sesenta y setenta, empeorada con los intentos de ocultarla o de ignorarla. Tampoco parece que influyan las transformaciones del capitalismo provocadas por la globalización, la crisis energética o la urbanización generalizada. En la guerra social este tipo de comportamiento lleva a la aniquilación de fuerzas, al compromiso efímero y al sectarismo vanguardista y aventurero. Resulta paradójico que quienes más partidarios son de una memoria histórica completa sean los más desmemoriados. Y que quienes se autodenominan la pesadilla del poder no sean más que la facción indisciplinada y extremista de las clases medias en ebullición. A lo largo de la historia las crisis sociales han conducido a situaciones explosivas, pero en una atmósfera de confusión y en ausencia de una conciencia clara, las crisis solamente agravan el proceso de descomposición. La mentalidad nihilista y el oportunismo ocupan el lugar de la conciencia de clase, trabajando contra la formación de un sujeto revolucionario, y fomentando subsidiariamente en las masas oprimidas sentimientos de frustración y de indiferencia. En los medios superficialmente contestatarios faltan análisis serios que destapen las raíces de la cuestión social. El atroz contraste con la realidad tozuda y triste de los ridículos tacticismos obreristas e insurreccionalistas, por no hablar de los todavía más penosos montajes lúdicos o estéticos, induce a la pasividad, no a la radicalización. No puede haber radicalización sin toma de conciencia, y no hay toma que valga si no se ha evaluado críticamente el pasado. Solamente con buenas intenciones, rabia y escenografías no se va a ninguna parte. Desgraciadamente estamos en los comienzos de una revisión crítica. El capitalismo continúa venciendo sin encontrar demasiada resistencia. Y el bando de los vencidos continúa sufriendo las consecuencias no asimiladas de sus derrotas.


Miguel Amorós

10 de enero de 2013

Extraído de  bslatormenta

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